Espacios no convencionales: teatro sin el teatro

Sobre límites entre teatro y performance en los espacios no convencionales

TEATRO

Marcos Gisbert

Hay veces en que el teatro muestra otra cara desconocida o menos visible de la convención a la que estamos habituados; como una de las gorgonas cuyo rostro no adivinamos que vaya a aparecer hasta que nos es mostrado. Así ocurre en los años que he podido ver y practicar el teatro en espacios no convencionales, aquel realizado fuera del edificio teatral, desde la trastienda de una zapatería, a una iglesia, una antigua escuela infantil, una galería de arte, una piscina, un centro urbano de trabajo compartido, un piso particular, una casa rural; la lista no tiene límite porque todo espacio —interior o exterior, abierto o cerrado— es susceptible de convertirse en repositorio de teatro.

Una forma de esta modalidad que se puede experienciar es Largo y Társilo (Cía. La República del Lápiz/Teatro del Temple), con texto de Gabi Ochoa, que ha supuesto un avance en cuanto a representación del espacio simbólico se refiere, al menos en sus muestras realizadas en València. La pieza se enmarca en el género de la autoficción (aunque, cuál no lo hace) y recupera la figura del abuelo del autor, Társilo Peris, mediando la anécdota de la familia Peris Caruana, cuando alojó en su casa al entonces presidente de la República Española Francisco Largo Caballero unas jornadas durante los meses en que la capitalidad estatal se trasladó a la València de la Guerra Civil del 36. La propuesta se nos ofrece como obra itinerante en distintos espacios del monasterio de San Miguel de los Reyes, a su vez cárcel de presos políticos durante el período republicano y el primer franquismo.

Hecha la obligada presentación del contexto, resulta que el pase al que acudí se vio marcada por una particularidad que solo tras la función, uno de los actores me hizo saber que era tal. Una de las escenas transcurría en la bifurcación entre dos espaciosos corredores y el amplio ventanal a uno de los lados, con una balaustrada orientada hacia el antiguo patio abierto donde se reunía a los presos de la antigua cárcel. En uno de los extremos, una columna de aproximadamente medio metro de grosor comunicaba el interior con el exterior, creando escasos pero constantes torbellinos de viento que participaban en la escena y salpicaban al público, llegando incluso a intervenir el espacio escenográfico (uno de los elementos, una antigua mecedora en mimbre, era mecida fantasmáticamente a lo largo de la escena, aunque no se le diera uso alguno; un accidente simbólicamente revelador en una obra cuyo tema gira alrededor de la memoria y los ausentes).

Fue uno de los dos actores y compañero de trifulcas teatrales desde hace algunos años ya, Borja, quien me trasladó en petit comité, al finalizar la obra, la inquietud que tales inesperados torbellinos huracanados generaba en los actores (¿limitaban la escucha del público? ¿se perdían partes notorias del texto? ¿la credibilidad de la escena quedaba afectada?), lo cual él mismo argumentaba ontológicamente porque «desde dentro no se puede ver». Así es como se produjo un interesante choque de sentido pues, según mi percepción —aquí la del público genérico—, tales condiciones eran más bien condicionantes y no imprevistos: en otras palabras, parecían formar parte del dispositivo escénico planeado con antelación. Incluso intentaba insistirle en esos detalles, que daban «veracidad», «realismo», «autenticidad» a la escena, palabras tan peligrosas como poco útiles para el teatro y la profesión actoral. Entonces, el riesgo adicional que supone para los actores y actrices actuar en el espacio no convencional (por cuanto añade de circunstancias fuera de su control, generando la subsiguiente incertidumbre y la sensación de peligro) resultaba ser inversamente proporcional a la gratificación obtenida por la persona espectadora. En la caja negra del escenario, todo está bajo control. Nada adverso puede tener lugar dentro una escenografía diseñada de antemano, un diseño de luces mecanizado y un texto fijado y ensayado múltiples veces. En el espacio no convencional, aumenta el riesgo pero también la gratificación, y el lenguaje se aleja de la convención teatral para acercarse a la performance. Dice Marina Abramovic: «El teatro es falso, hay una caja negra, se paga una entrada, y se mira a alguien que representa la vida de otro. La navaja no es real, la sangre no es real, y las emociones no son reales [sic]. La performance es exactamente lo contrario: la navaja es real, la sangre es eral, y las emociones son reales. Es un concepto diferente. Se trata de la auténtica realidad».

Cuando Chris Burden organiza un dispositivo en una galería californiana en el que recibe un disparo real (Shoot, 1971, Santa Ana), la bala en su brazo, así como la herida, son reales. Cuando utiliza la parte trasera de un Volkswagen para hacer que le crucifiquen (Trans-fixed, 1974), la acción es igualmente real. Chris Burden se interpreta; no está representando a un vaquero del lejano Oeste, ni el papel de Cristo. No hay acto narrativo, ni fábula, ni poiesis. Se trata de un acontecimiento expresamente organizado para ser vivido, y no al que asistir. Lo interesante aquí es la visión de quienes, como Georges Mounin o Patrice Pavis, consideran este acontecimiento en estado bruto —más propio del lenguaje de la performance— como una característica del espectáculo teatral en general.

El origen de la palabra performance se remonta a los años 60 y 70 del pasado siglo, y viene reivindicada por artistas procedentes de las artes plásticas, interesados en producir un acto «vivo» y, en sus orígenes, en lugares destinados la mayoría de las veces a exposiciones (de ahí que también se hablase de «acciones» o de happenings). Es muy amplia la literatura académica que intenta establecer los límites, si los hay, entre performance y teatro.

Interesado en todo ello como dramaturgo, pero también como creador investigador —por supuesto, como espectador—, el teatro en espacios no convencionales supone siempre un choque a la mirada aprendida sobre qué debe y no debe ser teatro: despojado del escenario, con una disposición no convencional de los asientos (si los hay: el público también puede disponerse de los modos más creativos), posiblemente sin luces, escenografías y utilerías (o con una falsa disposición de las mismas), con o sin un texto, con la incorporación plausible de accidentes meteorológicos o ambientales, en definitiva, en la mayoría de los casos, cuando estas propuestas están despojadas de todo o casi todo lo que hemos aprendido que debe ser el teatro, contrariamente, el milagro del teatro (llamémosle «hecho teatral») vuelve a ocurrir.

[Largo y Társilo aún puede verse como obra itinerante en el antiguo monasterio de San Miguel de los Reyes (València) durante los próximos días.]