La (Dina)marca cultural. A propósito de "La caza" (Thomas Vinterberg, 2012)

Publicado el 1/6/2013 en sesiongolfa.com [contenido migrado]

COLABORACIONES

Marcos Gisbert

Thomas Vinterberg se ha erigido con el paso de los años en adalid de la cultura danesa a través de su cine. Su nombre resuena inmediatamente después de Lars von Trier, y a la vez que Lone Scherfig, Susanne Bier o Nikolaj Arcel. Entre ellos y los equipos que sustentan sus trabajos, mediante una fertilidad creativa apabullante, han conseguido mantener Dinamarca en el mapa (del imaginario colectivo) sobreviviendo a las programaciones de exhibición en salas más coercitivas. No hay duda de que otras industrias nacionales o regionales del rincón nórdico abogan por la misma política, pero es especialmente interesante el caso de la cinematográfica.

La caza es de una arquitectura narrativa teóricamente perfecta: la tensión se va construyendo como actúa la carcoma, mediante una lenta pero indeleble espiral de paranoia y violencia contenida que culmina con la implosión emocional en la mirada sostenida del protagonista a su compañero, en la escena final de la iglesia (y motivo del cartel oficial divulgado en España). Es difícil cuestionar las bondades de la película, tanto las de su guión (Mejor Guion en los Premios del Cine Europeo), su elenco actoral (el Festival de Cannes concedió la Palma al Mejor Actor a su protagonista, Mads Mikkelsen) o las de cualquier otro apartado técnico o artístico. Sus logros como película, insisto, y más allá de las apreciaciones personales que cada uno pueda tener, son incuestionables.

Pero hilemos más fino. Parece como si La Caza funcionara también como producto cultural genuino, como buena hija de sus padres. Es una perfecta “película danesa”, haciendo más énfasis en la parte de “danesa” que en la de “película”. Y no haciendo alusión a la parte industriosa –claro que es una película danesa puesto que la producción, y por tanto el capital, son daneses–, sino a la estrictamente cultural. Y aquí es donde salta la pregunta del millón de dólares, y que no me atreveré a intentar contestar: ¿qué es la cultura de un país?

En La Caza, el llamado carácter nórdico, sin clichés, sin magnificaciones, parece ser la base del tratamiento de sus personajes. Su comportamiento y formas de relacionarse parecen tener un sustrato incluso antropológico. La frialdad, la entereza, los lazos de afecto distantes que se establecen entre las personas en la cultura nórdica están presentes en la película sin ninguna voluntad dramática o narrativa, porque forman parte de su idiosincrasia (Ortega y Gasset la enfrenta al carácter meridional según este artículo). El tema de la cacería, así como del ritual de iniciación celebrado al hijo, apuntan por el mismo camino: la tradición nórdica. Las cacerías y el universo que las rodea gozan de muy mala prensa en la actualidad y Vinterberg muestra sin tapujos ni pudor, la violenta muerte de unos ciervos por unos disparos de bala, aun consciente de que herirá la sensibilidad de una parte considerable del público. Esto puede, sin embargo, interpretarse como una crítica interna a la matanza anual de delfines en las islas danesas de Feroe, en rituales de iniciación similares al del adolescente en la película. También, el uso poco naturalizado del alcohol como catalizador social puede considerarse como rasgo distintivo de esta cultura: la quedada entre los amigos para consumir ingentes cantidades de alcohol, casi como el resorte de una represión social, parece haber sido formulada mediante instancia.

Del mismo modo, Vinterberg, co-autor del guion, recupera (seguramente a conciencia) los grandes temas de la época de mayor esplendor en el arte durante el movimiento literario y teatral del naturalismo y el realismo (con Ibsen a la cabeza y su El enemigo del pueblo, con la que La caza comparte muchas similitudes). La perspectiva sociocrítica y el cuestionamiento de los comportamientos sociales se convierten aquí en los pilares éticos de la narración, con una actualización notable: no se retratan personajes “tipo” (el médico, el alcalde, el terrateniente, el maestro) sino que, ante todo, se trata de seres humanos.

Estamos, así, ante una película consecuente con la cultura de la que proviene, a través de los rasgos comentados simplemente como telón de fondo, que hacen de la producción una obra con una textura característica: la que separa los rasgos de identidad objetivos, de la gruesa propaganda cultural que supone el cliché o cierto tratamiento del folclore. Es la “marca Dinamarca” promovida con sentido e inteligencia. Me pregunto por qué nos cuesta tanto, en España, seguir una dinámica similar. Por qué un sector importante del público se siente tan desapegado a su cine, cuando aún ni hemos llegado a poder definirlo (¿qué es una “película española”?). No se trata de defender un patriotismo ciego y a la vieja usanza, sino dar a conocer una cultura, unos usos y costumbres que se han perpetuado a lo largo de la historia, a nivel estatal, regional o comunitario, como cada uno sienta según su lugar de procedencia. El cine americano funciona así, el francés, el argentino, el iraní... Todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de una película de estas nacionalidades y nadie se rasga las vestiduras. Hagamos un esfuerzo y perdamos el miedo a mostrar lo que somos, más aún poseyendo, como dice Muñoz Molina, un patrimonio cultural de los más vastos del mundo. Y el cine, sin duda, nos puede proporcionar un perfecto vehículo para ello, a través de co-producciones, de creación de puestos de trabajo, de sinergias con otras industrias que favorezcan lo propio, las raíces, las costumbres, la cultura en definitiva.