El giro afectivo

Publicado en Primer Acto, n.º 358, I/2020

COLABORACIONES

Marcos Gisbert

En la primavera de 1982, Primo Levi volvió a Auschwitz como turista (el término es suyo). Relata cómo un entrevistador italiano le señaló la incongruencia de los signos de normalidad en la ciudad circundante al Lager. “Parece que hoy en Auschwitz se puede comer en un restaurante”, le dijo. Levi respondió con esa mixtura particular de sentido común y claridad exquisita que caracteriza a su escritura: “No sé si yo comería ahí. Me resulta casi profano, algo absurdo. Pero hemos de recordar lo que era Auschwitz, lo que es, una ciudad donde hay restaurantes, teatros, probablemente hasta un pub nocturno. También los hay en Polonia. Hay niños y escuelas junto a Auschwitz, tanto antes como ahora que se ha convertido en un concepto. Auschwitz es el Lager; este otro Auschwitz de los vivos existe también”. El hecho mundano de Auschwitz como un lugar donde hay gente que vive, come, compra y baila no deja de ser, con todo, devastador. El Auschwitz de Levi, el epicentro del horror, la humillación y la vergüenza que ensombrece nuestras conciencias, se convierte en “nuestro” Auschwitz.

La asociación de la felicidad con los sentimientos es moderna, circula desde el siglo XVIII en adelante, y aun así hay quienes creen que hemos prestado demasiada atención a la melancolía, al sufrimiento, al dolor. El giro afectivo nos informa de que necesitaríamos cuestionarnos lo que nos resulta atractivo de la felicidad y los buenos sentimientos. La necesidad de ser más afirmativos está basada en la distinción entre buenos y malos sentimientos, que presupone que los malos son regresivos y conservadores, con una suerte de obstinación que impide al sujeto comprometerse con el futuro. Los buenos sentimientos están así asociados al progreso y la salvación. Este mandato de la afirmación permite que ciertas formas históricas de injusticia desaparezcan, al ser leídas como una forma de melancolía, como si uno se agarrara a algo que ya pasó, algo incluso démodé, sin considerar que podríamos estar soltando algo que aún resuena en el presente. Soltar es mantener ese pasado en el presente. Es la exposición de los efectos de la infelicidad lo que es afirmativo, lo que nos proporciona un acopio alternativo de supuestos de lo que podría ser una vida buena o mejor. Poner el foco en relatos que duelen no es una orientación regresiva: para avanzar, hay que hacerlos volver, releer los sujetos melancólicos del pasado.

Levi es un caso ejemplar en lo que se refiere a escribir la vergüenza y el oprobio. Habla de la necesidad de la modestia, lo que podemos aprender acerca de escribir desde un cuerpo avergonzado, humillado. También nos proporciona sabias lecciones sobre escribir sin afectación, un ejemplo para todos quienes escribimos o aspiramos a escribir (todo afecto es una promesa de afecto, así también la escritura). Los afectos tienen efectos específicos; no tiene sentido hablar de ellos fuera de esas coordenadas. Descripciones precisas de lo afectivo –el miedo, la rabia, la decepción, la alegría, el olor, el tacto, el aburrimiento, la frustración, el agotamiento, la esperanza, el disgusto, el dolor de espalda, la duda, y la miríada de sentimientos y estados difícilmente articulables que saturan nuestra vida social, sexual, política y privada– pueden a su vez afectar a otras ideas, como la del cuerpo y su relación con la escritura, o hacer repensar una ética de la escritura como proceso. Diferentes afectos nos hacen sentir, escribir, pensar y actuar en modos diferentes. Escribir afecta a los cuerpos. Es una actividad corpórea. Pensamos las ideas a través de nuestros cuerpos, escribimos a través de nuestros cuerpos, y esperamos que los cuerpos de nuestros lectores o espectadores respondan. Los afectos y emociones son una combinación particular de cuerpo y pensamiento en la que la distinción entre ambos ya no es importante. Después de traducir El proceso, Levi describió a Kafka como alguien poseedor de una sensibilidad casi animalesca, como las serpientes que saben cuándo va a producirse el terremoto. Esta descripción captura cómo los afectos de la escritura pueden penetrar el cuerpo de escritores y lectores. “Un libro”, acaba diciendo, “debe ser un teléfono que funciona, y nuestro lenguaje es humano, nació para describir las cosas en el plano humano”. La escritura se acercaría así al trabajo manual.